Pocas infecciones nos parecen
más aterradoras y complicadas de abordar, por la emergencia que implican, que
las meningitis, aunque siendo honestos, todas las infecciones del sistema
nervioso central. Y nos aterran porque implican desde su diagnóstico la amenaza
de la mortalidad, y lo que puede ser peor aún, de las secuelas en el caso de
sobrevivir. Este temor puede ser tan extremo como en las encefalitis como la
rabia donde la sobrevivencia es una excepción y la ausencia de secuelas apenas
una esperanza, o la encefalitis herpética, en el cual el escenario siendo más
prometedor sigue siendo sombrío.
Entonces aprendemos los signos
de alarma, a sospechar más tempranamente, a diferir la urgencia de un diagnóstico
microbiológico exacto por la urgencia de tratar empíricamente cuando no es
factible obtener una punción lumbar urgente, pero las secuelas seguían sin
control adecuado pero el asunto iba mejorando.
Como en una gran cantidad de
las enfermedades infecciosas, el problema muchas veces radica más en la
respuesta al agresor que en la agresión misma, sin negar que esa agresión puede,
y suele ser, bastante dañina. De esa manera llegamos a la conclusión de que
buscar maneras de controlar la inflamación en el SNC era una meta a alcanzar, y
se comenzaron a ver hallazgos prometedores.
El uso de corticosteroides en
meningitis ha mostrado beneficios en infecciones por S. pneumoniæ y tuberculosis, pero se ha extendió su uso a las meningitis
bacterianas en general. De allí nace un cuestionamiento válido: ¿en los pacientes
con VIH cuya causa de infección más considerada por nosotros es un hongo, el Cryptococcus, se verá ese beneficio? O por
el contrario, ¿inmunosuprimir más a estos pacientes no traerá más riesgos?