A veces uno observa encuestas en determinados momentos a referenciar los hallazgos más importantes del último siglo, o del último milenio, en una multitud de campos, incluyendo la medicina y sus disciplinas conexas, y encuentra uno que el descubrimiento de los antibióticos y de las vacunas (otros hablan de invención) son de los que puntean este escalafón de hitos que han hecho posible la vida moderna. Si fuera mi elección, sólo entre esas dos, elegiría sin lugar a duda la inmunización como el hito más importante, porque permite disminuir la morbilidad, el ausentismo laboral y escolar, la mortalidad y una vida libre de secuelas para una población muchísimo mayor que la podemos alcanzar tratando infecciones ya establecidas, de una en una.
El fenómeno de la resistencia bacteriana en mis épocas de estudiante era algo a tener en cuenta para el futuro, y no se le consideraba por la mayoría como la gran amenaza en que se ha convertido. Pero sólo hasta ahora veo con preocupación que esa otra herramienta poderosa con la que contamos, la vacunación, está generando resistencia, aunque de una manera diferente, pero no por ello, menos peligrosa.
Me explico: la vacunación induce anticuerpos y en el caso de la hepatitis B en particular, están bien descritos los fenómenos de aparición de mutantes de escape a vacuna, que ya no son neutralizadas por estos anticuerpos. No es esa en realidad la resistencia a la que temo. Son los movimientos contrarios a la vacunación los que me generan recelo, especialmente aquellos que saben recubrirse de apariencia científica porque llevan a que los padres decidan no vacunar a sus hijos, y exponerlos a diversos riesgos, como ha ocurrido recientemente en Estados Unidos con el brote de sarampión que afecta ya a 17 estados, con 133 casos sólo durante 2015 y fuera del país a México.